El lunes, 10, por la tarde se desató una buena tormenta, de esas que suceden en verano, sin previo aviso; de esas que crean afición; de esas que nos recuerdan cuando eramos chiquillos y nos pillaba en la calle jugando..., abríamos los brazos, girábamos la cara al cielo, con los ojos cerrados, y la sonrisa en los labios, o la boca abierta, para sentir y saborear aquel milagro portentoso. Que gozada de momentos aquellos, empapados en pleno verano.
El olor a tierra mojada fue el primer indicio, el sol se ocultó de repente y casi anocheció, llegaron las primeras gotas, enormes, generosas, después una tanda de granizo, y lluvia abundante al fin que escanció a todo el pueblo. Fuerte del Rey se lavó la cara y se le difuminaron las telarañas. En resumen 17 litros/m2 en media hora.
Cuando la tormenta pasó de largo, salí a dar un paseo, con la nikon en "stand by", había barro en los caminos, y en los primeros pasos conseguí sendas zarpas en las zapatillas.
La luz era tan especial, tan limpia, que no podía dejar escapar la oportunidad de tirar fotos como poseída por el valor de esas condiciones tan óptimas. El olivar, con sus luces y con sus sombras, se mostraba hermoso.
El pueblo aparecía tildado con un trozo de arco iris, desde el Cerro del Águila, donde decidí subir en busca de mejores panorámicas.
Y ese atardecer entre olivos, con una carretera serpenteando por los cerros, que pareciera dirigirse hacia el sitio donde descansa el sol.
Una tormenta de verano de recuerdos dulces y sabor a tierra mojada.